Así mismo, apeló a herramientas discursivas propias del populismo, a saber: el discurso recoge las demandas insatisfechas en una cadena equivalencial, es siempre anti status quo, el líder carismático y mesiánico habla en nombre del pueblo y al enunciarlo lo constituye. Lo que queda por fuera del pueblo es siempre un otro maldito e impuro, en este caso sindicalistas, políticos progresistas y “zurdos”, organizaciones sociales y gobernadores, en resumen, la casta que es la culpable de la decadencia de las instituciones.

La relación entre populismo y democracia es siempre contingente. Tiene potencial democratizador siempre y cuando satisfaga las demandas del pueblo y fortifique los cimientos de las instituciones republicanas. Pero puede volverse autoritario y mutar a formas neofascistas propias de nuestros tiempos. Estos neofacismo no son nacionalistas, no son proteccionistas, tampoco son redistribucionistas del excedente entre los sectores populares (todas características del fascismo del siglo XX), sino más bien son neoliberales que ocultan y favorecen la concentración de la riqueza hacia los poderosos del capital global. Es por eso que ante la inconsistencia del relato político y la realidad económica/social, es probable que a corto y mediano plazo el accionar del gobierno se endurezca tanto en lo discursivo como en la represión en las calles.

La pregunta en este contexto, es si el malestar social creciente de los próximos meses podrá ser canalizado en un proceso de acumulación política representada por sectores que ofrezcan a la sociedad una salida democrática capaz de mejorar el estado de bienestar de los argentinos; o si el descontento puede encontrar representación en sectores más violentos, negacionistas y antidemocráticos como los que representa la vicepresidenta en funciones.